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Muro Lamentaciones,… “símbolo y piedra”



El famoso Muro de las Lamentaciones de Jerusalén, es objeto de una limpieza general todos los años, de cara al turismo que con objeto de la Semana Santa recibe la ciudad. La limpieza consiste en la retirada de cientos y cientos de mensajes que fieles de todo el mundo llegados a Jerusalén depositan con sus ruegos y deseos entre los huecos y grietas de sus bíblicos sillares.

Cada seis meses, los papeles que recogen los deseos de los fieles son recogidos en bolsas y enterrados en el Monte de los Olivos (allí donde Jesús pasó sus últimas horas en oración antes de su crucifixión).

Seguidores de variadas creencias, no sólo la judía, van a dejar mensajes con en la esperanza de ser escuchados. Sin embargo, estas ruinas representan una carga simbólica para el judaísmo que no la tiene para el resto de religiones, ni siquiera la cristiana.

 ¿Por qué? La razón es que para los judíos, el muro es un resto del templo bíblico de Salomón.

El Muro de las Lamentaciones es un lugar sagrado, pues son los restos del primer Templo de Jerusalén, que fue construido entre los años 970 y 930 antes de Cristo.

Los textos bíblicos nos hacen una vaga descripción de cómo pudo haber sido el Templo de Salomón. Un templo pequeño, de reducidas dimensiones, similar en proporciones a una capilla palatina. El motivo es que la tradición judía realizaba sus cultos al aire libre, en el exterior de sus templos, por tanto no hacían falta unas dimensiones desmesuradas para cobijar a sus fieles, ya que estos se congregaban a su alrededor y no dentro de sus muros.

A ambos lados del Templo, en su estructura rectangular se erigieron dos columnas en su entrada llamadas por las escrituras “Jaquín” y “Boaz”. Se cuenta que tanto los sacerdotes como el rey entraban en el Templo a través de una gran puerta chapada en oro, de aproximadamente 12 metros de alto y 6 de ancho, por lo que pese a su reducido tamaño (en comparación con los templos de otras religiones) no estaba exento de cierto lujo y riqueza visual.

 Esta idea queda reforzada con la descripción de que los sillares de piedra fueron recubiertos de madera con laminas de cedro traídas de las montañas del Líbano. Esto, además de ofrecer cierta suntuosidad por lo noble del material, serviría de primitiva “cámara de aire” para preservar la estancia tanto del ruido exterior, como de las altas temperaturas.

La construcción del Templo de Jerusalén fue el evento más importante del reinado de Salomón, gracias al cual su nombre se ha recordado hasta la actualidad. Es más, su fama ha sido tal, que ha influenciado construcciones muy posteriores, como Santa Sofía de Constantinopla o el Monasterio de El Escorial. La razón es que siempre fue considerado como el edificio ideal según los designios divinos. Sin embargo, gran parte de su fama no se debe tan sólo al propio templo, sino lo que en él se contenía, pues los textos sagrados nos dicen que el templo fue la urna donde se depositó “El Arca de la Alianza”, aquel arcón que contenía las tablas donde se grabaron los Diez Mandamientos.

Este magnífico templo, no obstante fue profanado y destruido por los babilonios, concretamente por el ejército del rey babilónico Nabucodonosor II en 586 a.C., que además de robar la famosa Arca y cuanto de valor hubo en el templo, se llevó consigo a gran parte de los habitantes del Reino de Judá como esclavos. Tras un largo cautiverio y de regreso a su hogar, los descendientes de aquel grupo, liderados por Zorobabel, se pusieron manos a la obra para reconstruir de nuevo el templo que había sido arrasado (el segundo Templo de Salomón). Todo el pueblo de Judá contribuyó con su propio trabajo y riquezas en la reconstrucción de su lugar de culto, logrando que en el año 535 a.C. el antiguo templo se erigiese de nuevo (aunque en un esplendor que distaba mucho de su originario).

Siglos más tarde, en el 19 a.C., “Herodes el Grande” ideó la renovación y expansión del antiguo templo. El plan de Herodes fue drástico, demolió por entero el templo y construyó uno nuevo en su lugar. La nueva estructura es referida algunas veces como el Templo de Herodes, pero también se le sigue llamando Segundo Templo de Salomón. La tradición pesaba más que los sillares de las paredes del nuevo templo. En el 66 d.C., la población judía, sometida bajo el poder del Imperio Romano se rebeló, expulsando de Jerusalén a las tropas imperiales.

La paz duró poco ya que cuatro años después, las legiones romanas bajo las órdenes de Tito reconquistaron y destruyeron la mayor parte de Jerusalén como escarmiento, entre los edificios derruidos se encontraba el mítico Templo. El Arco de Tito, levantado en Roma para conmemorar su victoria en Judea representa los soldados romanos llevándose la Menorah del templo. Lo poco que quedaba de aquel santuario aún tuvo que sufrir un nuevo ultraje con la nueva invasión de la ciudad por el Emperador en 135 d.C. Tras aquel nuevo asalto, no quedó piedra sobre piedra y el templo pasó a ser un mero recuerdo en los escritos romanos y los textos sagrados judíos.

Hoy en día, del Muro de las Lamentaciones,  tan sólo queda un solitario muro. Se dice que el nombre del “muro de las lamentaciones” se debe a que el emperador romano Tito dejó en pie tan sólo aquel muro con el objetivo de que el pueblo judío tuviese presente lo que ocurriría si volvían a sublevarse contra Roma. Aquella ruina quedó en pie para que lamentasen el día en que osaron desafiar al Imperio romano. Por supuesto que para los propios judíos aquello simbolizaba algo muy distinto, un signo de la alianza del pueblo judío con Dios. Un signo de que pese al paso del tiempo, las guerras y el devenir de la Historia, siempre quedaría algo, aunque fuese una piedra, de aquel antiguo pacto, que perduraría por siempre.


Nota: información rescatada de un artículo publicado en “redhistoria.com”:

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